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El boom del cine de terror a nivel nacional inició en 2013 con Cementerio General y terminó -gracias a Dios- con el encierro producto de la pandemia. El espectador local venía de un creciente interés gracias a producciones como Saw (2004-), Paranormal Activity (2007-) e Insidious (2010-), circunstancia que fue aprovechada por las productoras para lanzar títulos ´peruchos´. ¿Funcionó? A continuación un breve repaso sobre el “éxito” del horror en el Perú.
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En los 70s y 80s las propuestas de terror -americanas- se estancaron en tropos como el asesino detrás de una máscara o los exorcismos. No es hasta la llegada del nuevo milenio que películas como The Blair Witch Project o Saw refrescaron los paradigmas del género. Con este renacer, el espectador peruano, uno estrechamente ligado al tema por su relación con las leyendas urbanas y los mitos populares, empezó a consumir y a demandar más de esta clase de productos.
Del éxito de Cementerio General
En 2013, Cementerio General llegó para cubrir las ansias del ´cinemero´ nacional quien no solo quería más terror sino que, a raíz del estreno de Asu Mare, deseaba verse así mismo en la pantalla grande a través de rostros familiares. La película, estelarizada por Marisol Aguirre, Leslie Shaw y Nikko Ponce (rostros conocidos por su aparición en series de televisión) congregó más de 700 mil espectadores convirtiéndose en la cinta de terror más exitosa de la historia hasta entonces.
A pesar del recibimiento tibio de la crítica, el título logró asegurarse una secuela y sentó las bases suficientes para asegurar la viabilidad de producciones similares. Durante los siguientes dos años, en 2014 y 2015, se estrenaron 3 cintas del género y en 2016, 4, todo un hito histórico. Sin embargo, las críticas fueron lapidarias. Una tras otras las películas fueron repitiendo los mismos tópicos, sustos (jumpscares) y repartos; al mismo tiempo que el cine ´mundial´ -americano- volvía a cambiar.
De los cambios del cine americano
Con el estreno de The Vvitch (2015), Robert Eggers, el director del filme, volvió a cambiar los paradigmas del cine. El art house horror se convirtió en una tendencia del contemporáneo centrada en el desarrollo de personajes y pretendiendo la elevación del género al estatus festivalero -como resultado, no como propósito-. Películas dentro de esta rama son las de Ari Aster (Hereditary y Midsommar) o Jordan Peele (Get Out y Us). Ningún ejemplo a nombrar dentro del cine peruano.
A la fecha, mientras estos cambios continúan configurándose allá en el exterior, en Perú las fórmulas siguen siendo las mismas. Sombras del Demonio (2019), la última película nacional de terror en estrenarse, no logró entrar dentro del top 15 de cintas con mayor recaudación de ese año. Anabelle 3 e It Part II, ambas del mismo año, lograron 900 mil y 1 millón 200 mil espectadores, respectivamente. ¿Es la competencia de otra calidad? En cuanto a crítica, no. Las tres fueron destruídas.
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¿Qué pasa entonces? Más allá de las campañas de marketing -cosa no menor, puesto que terminan por definir el interés del público sobre una u otra producción-, las películas peruanas de terror suelen carecer de originalidad. Un exorcismo dentro de la burbuja limeña o un grupo de chicos pudientes asustados por aquello que habita en una casona son propuestas copiadas de cualquier mala película noventera -de las épocas más pobres en cuanto a ideas norteamericanas-.
Por supuesto, todas las producciones no están englobadas dentro de esta opinión. La Maldición de los Jarjachas (2002) de Palito Ortega o La Luz en el Cerro (2016) de Ricardo Velarde, son trabajos autorales que buscan innovar con sus premisas, profundizar en sus personajes y primar la creación de ambientes por sobre los sustos baratos. Parafraseando al buen Stephen King, el terror no es nada sin su atmósfera, tenerla es contar con un 80% de la historia. A pensar en ello.