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Unos metros más allá de la plaza de armas, en la intersección de Pizarro y Orbegoso, en el corazón de Trujillo, agoniza una construcción, que alguna vez fue imponente: La Merced, la de la Mechita, bombeando a duras penas algo de religión y tradición a la ciudad.
“El techo se cayó, se hizo un nido de aves; tenían un piano muy antiguo de esos que cuestan mucha plata y está malogrado por las palomas. Todas las mañanas amanece orinada, el servicio de cuidado nocturno es pésimo”, dice Christian Oliva, vendedor de una feria itinerante instalada en la plazuela La Merced.
Fotografía: Cristhian Calderón.
El recinto lidia con la infesta de palomas, murciélagos, ratas y pulgas que se han convertido en los más fieles amantes de la palabra de Dios. El hedor de estas pestes invade la plazuela desde los portones del templo hasta la pileta más cercana, expandiéndose a los centros de comida y jugos donde no solo las heces fastidian; sino, también, el revolotear de las bandadas. A pesar de todas las desventuras, nada apaga la fe de quienes asisten con devoción a pedirle a La Mechita una ayudita. De quienes toman asiento y se arrodillan en las pocas bancas para implorar o agradecer. Al calor de las velas gastadas, al embargo del ambiente monótono de color pálido que encierran religión y amor, el amor de sus feligreses, el amor de los mercedarios.
Fotografía: Cristhian Calderón.
Una mujer alta, rolluda y bien abrigada abre las puertas de una iglesia rota. Las diez en su reloj. Nancy, mercedaria, es quien asiste diariamente a abrir y cerrar las puertas del decadente templo. Con ímpetu y empática recibe a los pocos creyentes, transeúntes y turistas, que pasan a dejar algunas ofrendas. Le conversan, le preguntan por la reconstrucción. Ella sonríe, aunque el sentir lo lleva dentro. Aquella bendita incertidumbre.
Así pasa sus mañanas, sentada, observando, de aquí para allá. El espacio diminuto no la asfixia, ni eso ni el olor, olor a infección, peste a heces. No, nada de eso le importa; por el contrario, recibe a los feligreses en paz, aunque atiende siempre con especial cuidado las llamadas que le inyectan halos de esperanza respecto de la reconstrucción, para ello y para las celebraciones del jubileo por los 800 años de fundación de la orden mercedaria, Nancy está siempre presta. Nancy.
Fotografía: Valeria Velásquez.
¡La Mechita ha salido en procesión! Los bombos, más que nunca, resuenan toscos en el aire; los platillos parecen no chillar, sino corear; y las trompetas, flautas y trombones, dejan de ser maduros instrumentos solemnes del Estado para rendirse ante la belleza de la imagen que, hombres envueltos en verde, blanco y negro, llevan en alzas: La Gran Mariscala del Perú.
La cinta bicolor que le rodea el abdomen y se extiende hacia el suelo da pista de lo importante que es ella para la nación, en cuanto ha sido condecorada con las más altas distinciones y hasta nombrada Estrella de la Evangelización por el papa Juan Pablo II allá por el 85.
Todo setiembre ha sido algarabía: iniciando con sus novenas sabias a borbotones y a través de las cuales se exhortaba a un mea culpa del estado crítico del Perú, hasta contrastar con el jubileo de los 800 años de fundación de la orden, fiesta mundial que festeja la instauración, a manos de San Pedro Nolasco, de los mercedarios.
Este año, precisamente, más problemas rodearon a la fecha solemne del 24 de septiembre. El ejército y las Fuerzas Armadas no habían asistido a las novenas: la imagen sentía la falta. “La han abandonado, mira, no están. No sé qué es lo que ha pasado con ellos este año, pero ya se acordarán”, lamenta Nancy. Por fortuna, el día de la procesión no faltó nadie… y por increíble que parezca, el rostro de la virgen se vio aún más hermoso: nada de ojitos tristes en cara tan bonita.
Fotografía: Valeria Velásquez.
Pero, no todo es tradición… Descuidada, miccionada y apestosa, las paredes de La Merced son testigas de los placeres humanos relacionados a la lujuria: pecado capital. “Antes, las personas se dedicaban a vender droga a las extranjeros y después, se levantaban a las turistas aprovechando su estado. Ahora igual todo está descuidado. Solo cuando hay ferias hay más control”, narra un vendedor en la feria itinerante.
Jueves 27 de setiembre. 1:39 a. m. Sin pinturita en los labios. Pálidos, pálidos. Regordeta, con el pantalón de mezclilla apretándole el alma y un polo de tiritas negro, holgado y corto. Inocente, parecía. Habló en tonito bajo y chillón, como si nos temiera. Putas, ya no las hacen así. Dimos con ella pululando España, por la Plaza de Toros, buscando confirmar las palabras de un vendedor a cargo de un puesto en la feria del libro.
Fotografía: Cristhian Calderón.
“Es en este espacio, entre las columnas y el portón, donde aprovechan los travestis para brindar sus servicios” fue el testimonio de un hombre que prefirió no revelar su identidad, a propósito del hallazgo de un preservativo usado y su respectivo empaque entre las bisagras y el borde la iglesia.
Los ruines, varones y mujeres, que se dedican al negocio más antiguo del mundo, están allí, en los alrededores. Y ni del avemaría se acuerdan cuando hacen sus cosas. ¡Bandidas! Sus tarifas módicas van desde los treinta soles, eso sin contar el hostal de diez donde puedan apremiar el tiempo. Aunque siempre quedan esas casonas con espesas sombras.